Crónicas de un semáforo

El semáforo de José
“Pasando la tarde con un lavacoches singular”


José Luis se levanta cerca de las 6 de la mañana, se mete a bañar, con agua fría para despertar más rápido. Una playera, unos pantalones viejos y unos zapatos rotos son su uniforme de trabajo. Al cuarto par las ocho, solía llevar a su hijo Roberto a la escuela, pero desde que tiene 13 años se convirtió en un muchacho rebelde y dejó de ir, en parte por influencia de sustancias tóxicas; por supuesto José Luis desaprueba, pero el padre dice no tener poder sobre las decisiones de su hijo. Desgraciadamente la otra razón para su baja academica es por la vergüenza. Todos los hombres de la familia sufren de una sordera hereditaria, y al no contar con suficientes recursos para comprar aparatos y llevar terapias, pues básicamente aprendieron a vivir así. Desde hace un par de años Robertito es un apodo inadecuado,  ya que es todo un muchacho, pareciera ser mayor de edad, pero solo tiene 16 años. Roberto acompaña a su padre José y a su tío, con la intensión de cubrir más automóviles, y claro, llevar más dinero a casa. Los tres hombres son muy similares, todos son muy amables, morenos y delgados. Pero es la sonrisa de José, la que contagia de alegría a los conductores cuando tienen la oportunidad de cruzarse en el camino de este humilde pero distinguido señor.

  En fin, a eso de las 9 comienza su jornada. En el semáforo de López Mateos y Tizoc, justo ahí es la chamba de tres miembros de la familia. Sin importar las condiciones del clima, frío, calor, sol a lo alto del cielo quemándoles “el coco” como expresa José Luis. Ellos utilizan el minuto de luz roja para buscar el dinero que les da de comer. Entre dos y cinco pesos es lo que gana aproximadamente por limpiar el parabrisas de autos y camionetas. Cuando la fila de autos se detiene, José emprende la carrera, camina con dos trapos en la mano buscando la mirada de los conductores. Asiente amablemente cuando se le dice que no es necesario. En base a señas intenta comunicarse con las personas, aunque muchas veces ni el conductor ni el mismo José se entienden, la sonrisa jamás se borra de su rostro. Las horas pasan y el no deja de sonreír.

   Y sí, la sordera es una discapacidad que define gran parte de su vida, y aunque han aprendido a vivir, la gente sigue discriminándolos. Se acercan a los vehículos y muchos de ellos evitan verlos para no tener que decir que no, otros con miradas déspotas y discriminatorias los “barren” y molestos niegan los servicios. Aunque muchas personas dicen no traer dinero, los lavacoches en ocasiones insisten en hacerlo gratis, dicen que algún día se les pagará ese trabajo.

Alrededor de las 12 se echan su lonche de jamón. Un birote, con un poco de crema, jitomate y jamón, envuelto en una servilleta, dentro de una bolsa de plástico del Oxxo. Se sientan en baldes de plástico, ríen y de vez en cuando, saludan a algunas personas conocidas que pasan a un costado.
 “Es una labor cansada”, dice el tío. Es el que tiene el menor grado de sordera, su capacidad del habla es casi normal. Dice que las tardes de verano pueden ser insoportables, el sol quema como si fueran pollos, pero lo prefieren a la temporada de chubascos. Aunque las lluvias suelen prometer más trabajo, los días nublados parecen un desperdicio, y muchas veces es mejor ni perder el dinero del camión para ir a trabajar. Y ni se diga del invierno, los días inexplicablemente son mucho más cortos, dice el tío.

Cuando terminan su desayuno y comida juntos, vuelven al trabajo. A la 1 ya están de vuelta entre trapos y automóviles. Las manos resecas por tanto contacto con agua, insoladas por el tremendo reflector llamado sol. Los niños salen de las escuelas, cambios de turnos, cualquier movimiento que tenga que realizarse en auto es una perfecta oportunidad para esta familia de realizar un servicio, trabajo que no es regular, que no goza de prestaciones de ley, ni prima vacacional. Algunas personas parecen ofrecer dinero para acortar la pobreza, otros creen contribuir con el crecimiento de México, otros  simplemente cotizan y pagan el trabajo, porque sí es un trabajo, no pueden darse el lujo de faltar, toda una familia depende de ello.

La jornada termina a eso de las 6, cuando el sol pierde su intensidad, José y sus familiares suben a un camión, luego a otro, y a otro más, y vuelven a casa, con la frente ardiéndoles, las piernas cansadas, una sonrisa de oreja a oreja, y con suerte, con los bolsillos llenos de gloria y esperanza.   

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